LA GESTIÓN DEL MIEDO

 



LA GESTIÓN DEL MIEDO

Nadie escapa, hoy, al flagelo de La inseguridad. Pero, tenemos que entender que no es un accidente ni tampoco una falla del sistema, sino una de sus tecnologías más sofisticadas. Nos han hecho creer que la violencia, el delito y la sensación de peligro son anomalías dentro de un orden que busca la paz y la estabilidad. Pero no hay nada más falso. La inseguridad no solo es funcional al sistema capitalista o de mercado, sino que es una de sus herramientas más refinadas de control y explotación.

¿Cómo?, bueno; Las elites  gobiernan mediante el miedo, y ese miedo inyectado en nuestras venas se ha convertido en una mercancía más, vendida, publicitada y utilizada para justificar la expansión de dispositivos de control.

Por lo tanto, la inseguridad no debería analizarse como un simple problema social o político, sino como un diagrama de fuerzas, una gran máquina produciendo subjetividades ((formas de ser y pensar ) y moldeando el deseo. No estamos ante un fenómeno espontáneo ni natural, sino ante una arquitectura diseñada con precisión quirúrgica. Las sociedades de control en las que vivimos no necesitan únicamente leyes y castigos, necesitan que la inseguridad se convierta en un afecto permanente, en una emoción cotidiana, en una forma de vida.

Si observamos detenidamente, la inseguridad se ha convertido en una infraestructura invisible  y sostenida por el orden económico. Y eso es útil porque el miedo siempre nos hace dependientes, nos vuelve dóciles y nos empuja a aceptar e incluso reclamar fuertemente nuevas formas de vigilancia que hace apenas unas décadas hubieran sido impensables. Cámaras en cada esquina, aplicaciones de rastreo, inteligencia artificial predictiva: la expansión del control es el verdadero objetivo de las políticas de seguridad. No se trata en lo más mínimo de erradicar el crimen, sino de gestionar el miedo, modularlo, intensificarlo en ciertos momentos y diluirlo en otros para mantener el equilibrio necesario que justifique la vigilancia permanente.

El capitalismo, como orden político,  ha entendido que la mejor forma de gobernar no es reprimiendo directamente, sino construyendo subjetividades paranoicas. Nos han inculcado a desconfiar del otro, a ver al vecino como una amenaza, al extranjero como un intruso, al joven de un barrio marginal como un criminal en potencia. En este contexto, el ciudadano ya no necesita de un Estado represivo tradicional, porque ya está programado para auto-reprimirse, para aceptar su condición de vigilado y, lo que es peor, para desear su propia vigilancia. Vigilancia productiva para el mercado.

La precarización laboral, la crisis económica y la desigualdad estructural no son elementos secundarios en esta ecuación: el sistema necesita que vivamos en un estado de inseguridad constante para que aceptemos sin resistencia cualquier política que nos prometa un mínimo de estabilidad.

Aquí es donde la pantomima de la seguridad entra en escena. Cada elección, cada campaña política, cada nuevo discurso de “mano dura” es una repetición del mismo libreto: el problema es el crimen, la solución es más vigilancia, más policía, más control. Pero lo que nunca dicen es que la inseguridad es un negocio multimillonario. Empresas de seguridad privada, sistemas de monitoreo, consultorías de riesgo, industrias carcelarias, venta de armas, alarmas de todo tipo: toda una economía que florece en la medida en que la sensación de peligro se mantiene en niveles óptimos. No estamos ante un problema a resolver, sino ante un mercado a sostener. 

Y todo esto no es novedad:  por ejemplo, en la Edad Media, El sistema de juicios y ejecuciones por brujería no solo fue un mecanismo de control social, sino también un engranaje económico que benefició a múltiples sectores, desde comerciantes de madera hasta burócratas y vendedores ambulantes. La persecución de brujas no solo disciplinó a la población, sino que también sirvió para redistribuir recursos y fortalecer la economía emergente del capitalismo.

Las campañas por brindar más seguridad son, en realidad, una gran operación de distracción. Se nos dice que la violencia callejera es el gran problema, mientras que la violencia estructural del sistema económico queda completamente invisibilizada. ¿Por qué nunca se habla de la inseguridad que produce la pobreza y la injusta distribución de la riqueza? ¿Por qué la precarización laboral, el despojo territorial y la mercantilización de la vida no son considerados actos criminales? Pues porque el verdadero objetivo de la seguridad no es la protección, sino la contención dentro de los límites de un mecanismo social que solo puede funcionar si el miedo se convierte en un hábito.

La inseguridad es la justificación perfecta para militarizar todos los espacios públicos, para criminalizar la protesta social, como es el triste caso de nuestros jubilados argentinos,  para expandir en  cada uno de los usuarios la vigilancia algorítmica y el control biométrico. En este sentido, no es exagerado decir que este orden político-económico ha encontrado en la inseguridad su tecnología más eficaz de dominación. Es por eso que todas las personas tenien acceso sencillo a un celular.  Ya no es necesario el viejo panóptico de Bentham, por el cual se vigilaba desde un lugar “invisible”, porque hemos internalizado la mirada del vigilante; ya no es necesario un dictador que imponga el orden por la fuerza, porque el mercado ha creado un sistema en el que la sensación de peligro es suficiente para mantenernos sumisos.

El problema de fondo es que hemos caído en la trampa de pedir más seguridad en lugar de exigir más libertad. Nos han convencido de que solo podemos vivir en paz si estamos vigilados, de que solo podemos caminar tranquilos si hay cámaras en cada esquina, de que la única manera de evitar el peligro es renunciar a nuestra privacidad y aceptar que todo aspecto de nuestra vida sea registrado y analizado. Nos han hecho olvidar que la seguridad real no se alcanza con más policías ni con más cárceles, sino con verdadera y auténtcia justicia social no con demagogia, con equidad y con el desmantelamiento de las condiciones estructurales que generan violencia.

Así llegamos a la gran paradoja: cuanto más control nos imponen, más inseguros nos sentimos. Cuanto más avanzan las tecnologías de vigilancia, más convencidos estamos de que el peligro es omnipresente. Esto no es casualidad, sino la esencia misma de este  sistema global y envolvente. La inseguridad no es un error que deba corregirse, sino un dispositivo que debe reproducirse indefinidamente. Porque en la ecuación de este capitalismo tadío, la paz real sería una catástrofe. 


Sin miedo, sin enemigos, sin la sensación de amenaza constante, ¿qué quedaría de la maquinaria de control que hoy sostiene el orden global?

Nuestro trabajo es desenmascarar la farsa. No necesitamos más cámaras, ni más policías, ni más políticas de mano dura. Necesitamos desmantelar la estructura que nos ha hecho dependientes del miedo. Y eso sólo se puede realizar en comunidad, con políticas y políticos dispuestos a organizar la sociedad para vivir en comunidad. Necesitamos dejar de pedir seguridad y empezar a exigir condiciones de vida dignas. Porque la única seguridad real es la que nace de la justicia, de la igualdad y de la emancipación colectiva. Lo demás, todo lo que nos venden como solución, no es más que una ilusión cuidadosamente diseñada para que sigamos aceptando ser gobernados por el miedo.


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