Desear otro mundo, habitar otra política
Desear otro mundo, habitar otra política
Vivo en un mundo que parece girar hacia el abismo con la elegancia de una maquinaria oxidada. A diario, veo cómo la ultraderecha avanza como una marea espesa: toma gobiernos, coarta libertades, captura sentidos comunes. Lo hace sin necesidad de tanques ni uniformes; le basta con el algoritmo, con el miedo, con el deseo manipulado. En este contexto, la política tradicional —incluso la progresista— se muestra impotente, repetitiva, atrapada en sus propios rituales. Y es en esa fatiga del pensamiento, en esa desilusión colectiva, donde el pensamiento de Gilles Deleuze me ofrece un respiro. No una solución, sino un aire nuevo, una línea de fuga.
Deleuze no nos ofrece un programa político; nos ofrece otra manera de pensar lo político. Nos invita a ver el deseo no como algo íntimo, privado, apolítico, sino como una fuerza productiva que atraviesa cuerpos, instituciones y discursos. Y ahí está la clave: la ultraderecha ha aprendido a manejar el deseo, no solo la economía o la ley. Nos hace desear seguridad, orden, pureza, castigo. Nos hace desear el encierro como protección, la obediencia como virtud. Nos hace desear nuestro propio sometimiento. Esa es, para Deleuze, la forma más sutil y peligrosa del fascismo.
Por eso, resistir no es solo levantar la voz o ganar elecciones. Resistir, hoy, es crear otros deseos, otras formas de vivir, de vincularnos, de habitar el mundo. La política ya no puede reducirse al parlamento o a la consigna. La política es micropolítica: está en cómo criamos, en cómo nos relacionamos, en cómo usamos el lenguaje, en cómo trabajamos. Está en cada gesto que rompe con lo que se espera de nosotros, en cada desvío que abre una posibilidad no prevista.
Yo no quiero más líderes carismáticos ni héroes salvadores. Quiero redes. Quiero movimientos que no tengan un solo rostro ni una sola bandera. Quiero cuerpos en movimiento, no estatuas. Quiero una política sin centro, sin vanguardia iluminada, sin aparato. Quiero una política rizomática, como decía Deleuze, una red viva que se expanda de manera impredecible, horizontal, fértil. Una política que no busque representar lo que ya existe, sino inventar lo que todavía no tiene nombre.
En este mundo asfixiado por el cálculo, por la identidad cerrada, por la lógica de enemigo, necesitamos volver a imaginar el deseo como herramienta de libertad. No se trata de resistir por resistir, sino de crear espacios donde sea posible respirar, amar, aprender, sin pedir permiso. Espacios donde la vida valga más que el control, donde la diferencia no sea una amenaza, sino un motor.
No es fácil. No es rápido. Pero es posible. Y es urgente. Frente a un presente colonizado por el odio y el miedo, la política deleuziana no es una utopía: es una necesidad vital. Si no podemos cambiar el mundo entero de una vez, empecemos por cambiar la manera en que lo deseamos. Porque todo cambio duradero empieza ahí: en el deseo de algo distinto, en la capacidad de imaginar que otro mundo no solo es posible, sino que ya está germinando en los márgenes. Ahí, donde no miran los poderosos. Ahí, donde empieza la vida.
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