EXPLOTADO PERO FELIZ ???

 


“Feliz, productivo y explotado: breve tratado de servidumbre moderna”

En tiempos donde la palabra “bienestar” brilla en los discursos corporativos más que en los sindicatos, y donde el jefe ya no grita sino que escucha con mirada empática, resulta tentador creer que algo ha cambiado en el mundo del trabajo. Spoiler: no ha cambiado nada, o al menos nada esencial. Como demuestra con claridad filosa Danièle Linhart en su artículo “Humanizar para capitalizar mejor” (Le Monde Diplomatique, enero de 2023), la famosa “humanización” del trabajo es simplemente un lifting ideológico: menos grilletes, más sonrisas, pero el mismo viejo afán por ordeñar cada gota de productividad del ser humano asalariado.

Linhart nos lleva de la mano desde el brutal taylorismo —ese modelo que soñaba con obreros-máquinas perfectamente programables— hasta las nuevas formas de control empresarial donde el trabajador no es ya una pieza mecánica, sino un nodo emocional a optimizar. En este aggiornamento, el jefe ya no impone, sino que seduce. La empresa no explota: te empodera. No te obliga: te motiva. Ya no hay necesidad de disciplinar cuerpos si se puede colonizar almas. A eso lo llaman “gestión emocional”; yo lo llamo chantaje afectivo.

El famoso “efecto Hawthorne” —ese fenómeno donde los empleados rinden más cuando se sienten observados o cuidados, aunque no haya mejora material alguna— es la joya de la corona de esta estrategia. ¿Para qué invertir en condiciones laborales reales, si basta con hacerles creer que te importan? La clave ya no es organizar mejor el trabajo, sino organizar mejor el entusiasmo del trabajador. El resultado es impecable: un empleado sonriente, motivado, que se autogestiona con pasión… mientras el capital aplaude desde las sombras.

Desde una perspectiva deleuziana, estamos ante una mutación en las tecnologías del poder: pasamos del látigo al abrazo, pero el objetivo sigue siendo el mismo. Ya no estamos en la fábrica panóptica que Foucault describía, sino en una red afectiva donde el control no se impone, sino que se interioriza. El trabajador se convierte en su propio capataz, su propio coach, su propio explotador entusiasta. La alienación ya no se sufre: se celebra.

¿Y la resistencia? Se vuelve más difícil que nunca, porque ¿quién quiere luchar contra una empresa que te escucha, te entiende y te da una taza con tu nombre? El neoliberalismo ha logrado su fantasía: un ejército de trabajadores felices de ser esclavos, convencidos de que su libertad está en hacer match con los objetivos del negocio. Lo llaman "cultura organizacional". Deleuze lo hubiera llamado “servilismo voluntario modulable”.

Por eso la conclusión no puede ser moderada. Si la dominación se disfraza de cuidado, si la explotación se maquilla de realización personal, entonces no basta con exigir mejores condiciones: hay que dinamitar las estructuras que permiten este encantamiento. La verdadera humanización del trabajo no consiste en que te abracen mientras te exprimen, sino en cuestionar por qué el trabajo debe seguir siendo el eje de nuestras vidas. Y si eso suena radical, tal vez es porque lo necesario empieza a sonar como locura en un mundo hecho para domesticarnos con ternura.


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