EL INVENTO DE ISRAEL
Del refugio al dron: el sionismo como máquina de guerra contemporánea
El sionismo nació como promesa de refugio. Una respuesta desesperada a los siglos de persecución que Europa reservó para los judíos: guetos, pogroms, campos. Theodor Herzl y los fundadores del movimiento imaginaron un Estado propio donde la diáspora encontrara descanso. Una tierra prometida, ahora concebida en clave moderna: no ya por mandato divino, sino como derecho político.
Pero la historia rara vez cumple sus promesas. La utopía de emancipación se convirtió en Estado-nación armado. Y el Estado, en dispositivo de ocupación. Desde 1948, la fundación de Israel estuvo signada por la expulsión de otro pueblo, los palestinos, que fueron convertidos en la condición de posibilidad de la nueva nación. Lo que para unos fue independencia, para otros fue la Nakba: la catástrofe.
El sionismo, que quiso ser refugio, se transformó en máquina de guerra. Una máquina que hoy no solo se despliega en Medio Oriente, sino que opera como paradigma global. Gaza es la evidencia más brutal: un territorio asfixiado, vigilado, bombardeado sin tregua. Pero también es un espejo del futuro de nuestras ciudades: fragmentadas, hipervigiladas, sometidas a la excepción permanente.
El laboratorio del control
Gaza es más que una guerra. Es un laboratorio. Allí se prueban tecnologías militares que luego circulan por el mundo: drones, sistemas de reconocimiento, software de espionaje, tácticas de urbanismo militarizado. Lo que se experimenta sobre los cuerpos palestinos después se vende como “soluciones de seguridad” en aeropuertos, cárceles y fronteras globales.
Achille Mbembe llamó a esto necropolítica: la gestión de la vida a través de la administración de la muerte. Gaza funciona como un espacio donde se decide quién puede respirar, quién será reducido al hambre, quién será borrado por un misil. El encierro es total, pero su lógica se exporta. No hace falta vivir en Palestina para reconocer el mismo patrón: barrios convertidos en guetos, migrantes confinados en campos, poblaciones enteras clasificadas como amenaza.
Deleuze y Guattari hablaban de la máquina de guerra como algo que no pertenece al Estado, pero que el Estado captura y administra. El sionismo actual es precisamente eso: un dispositivo que convierte la identidad en arma, la memoria en escudo, el trauma en justificación del control.
El mito como blindaje
El sionismo no se sostiene solo con armas. Se sostiene con relatos. El Holocausto, tragedia indecible, es utilizado como legitimación infinita. El sufrimiento histórico de los judíos se convierte en capital simbólico que blinda al Estado de toda crítica. Quien denuncia la ocupación es acusado de antisemitismo. Quien pide por los palestinos es señalado como enemigo del pueblo judío.
Se trata de una política identitaria invertida: ya no se busca liberar a un pueblo, sino blindar a un Estado. Franco “Bifo” Berardi lo nombra con precisión: el capitalismo ha aprendido a usar las identidades como combustible de dominación. El sionismo, en este sentido, es el caso extremo: una identidad herida, usada como escudo para la masacre.
El sionismo expandido
Hoy el sionismo no habita únicamente en Jerusalén ni en Tel Aviv. Su lógica se extiende a Silicon Valley, a las bolsas de valores, a los muros digitales que segmentan nuestras vidas. No es solo nacionalismo, es también capitalismo financiero y tecnológico.
El software de vigilancia israelí alimenta las bases de datos globales. Los drones fabricados en sus fábricas patrullan fronteras en México o Europa. El know-how militarizado de sus fuerzas armadas se exporta como consultoría a gobiernos de todo el mundo.
El sionismo del presente ya no es únicamente un proyecto judío. Es un modelo de control, un modo de gestión del mundo bajo el signo del miedo. Por eso Gaza nos concierne a todos: lo que se ensaya allí se replica en cada rincón del planeta.
Gaza como advertencia
Occidente mira Gaza y piensa en un “conflicto”. Pero Gaza no es un conflicto: es una advertencia. Es la representación más clara de cómo funciona el poder en la era de la excepción normalizada. Es el futuro de las periferias urbanas, de los migrantes sin papeles, de los disidentes que incomodan al orden.
El dron que sobrevuela Gaza es el mismo que sobrevolará las ciudades inteligentes. El muro que encierra a Palestina es el mismo que expulsa a los migrantes en el Mediterráneo. La asfixia del agua, de la electricidad, de los alimentos, es la misma que sufren hoy las poblaciones precarizadas en todo el planeta, aunque sin bombas visibles.
Gaza no es solo Palestina. Gaza somos todos bajo el régimen del capital blindado.
La fuga necesaria
¿Qué hacer ante esto? La crítica no puede quedarse en la denuncia moral. No se trata de buenos y malos, de judíos contra árabes, de religiones enfrentadas. Ese es el truco del poder: reducir el problema a identidades enfrentadas.
El verdadero problema es otro: un sistema que en nombre de una identidad fabrica desierto. Un poder que convierte el trauma en licencia para matar. Una máquina que no protege memorias, sino que las usa como justificación del exterminio.
Contra eso no alcanza con exigir paz. La paz que propone este orden es la paz de los cementerios. Hace falta imaginar una fuga: un modo de escapar de la captura identitaria, de abrir espacio para comunidades no basadas en el Estado, en la frontera o en la vigilancia.
Aquí la palabra “diáspora” puede recuperar su potencia: no como condena, sino como posibilidad de vínculos múltiples, no territorializados, no capturados por un único relato. Frente al Estado-nación armado, la diáspora como potencia de vida.
Conclusión: pensar después del muro
El sionismo del presente es más que Israel. Es una lógica global de control. Por eso la crítica al sionismo no puede confundirse con antisemitismo: al contrario, es una defensa de la memoria judía contra su captura por el Estado y el capital.
La pregunta no es cómo liberar a Palestina únicamente, sino cómo liberar al mundo de este paradigma. Cómo imaginar comunidades que no necesiten muros, ni drones, ni identidades blindadas.
Gaza es hoy la herida más visible. Pero también es el espejo donde el mundo debe mirarse si quiere evitar convertirse en campo. La fuga no está en la reconciliación con la máquina, sino en crear vínculos fuera de ella.
El desafío no es pequeño: inventar un desierto que no sea de muerte, sino de vida común. Un afuera donde la memoria no sea justificación de la masacre, sino semilla de otra historia.
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