EL ESPEJISMO DE LAS FALSAS ALTERNATIVAS
En tiempos de polarización extrema, la narrativa dominante nos invita a elegir entre dos polos irreconciliables: derecha o izquierda, conservadores o progresistas. Sin embargo, tras el ruido mediático y la confrontación superficial, late una realidad mucho más incómoda: ambos proyectos políticos terminan operando bajo las mismas directrices dictadas por los organismos internacionales a los que les debemos dinero y por lo tanto obediencia.
La derecha, en nombre de la eficiencia y la apertura económica, legitima políticas de endeudamiento, privatizaciones y entrega sistemática de recursos estratégicos. Su retórica suele envolver estas medidas en un discurso de modernización y competitividad global, pero los resultados concretos son el desguace del Estado y el saqueo de bienes comunes.
La izquierda, por su parte, lejos de cuestionar de raíz los mecanismos de sometimiento financiero, se presenta como alternativa moral. Sin embargo, termina impulsando políticas sociales y culturales que, aunque aparecen como emancipadoras, en la práctica fragmentan la cohesión social y también genera dependencia de los políticos de turno. Feminismo institucionalizado, ideología de género, abolicionismos parciales: todas banderas que, gestionadas desde arriba, funcionan como distracciones que impiden la construcción de una agenda soberana, unificada y realista.
Ambos polos “ideológicos” cumplen funciones específicas dentro de un mismo tablero. La derecha se encarga de blindar el modelo económico que garantiza la dependencia; la izquierda, de administrar la conflictividad social para que nunca se convierta en un verdadero desafío al poder establecido. El denominador común es la obediencia a actores externos: Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, BID, OMS. Organismos que, bajo el ropaje técnico de la asistencia y el financiamiento, operan como brazos ejecutores de intereses financieros globales.
El mecanismo es perverso y simple: otorgar préstamos que rara vez se traducen en mejoras palpables para los pueblos, a cambio de condicionalidades que hipotecan la autonomía de los gobiernos. La deuda no es un accidente, es el núcleo del sometimiento. Nadie en el arco político mayoritario se atreve a discutirla de frente; por el contrario, se administra como un hecho consumado, un destino inevitable. Esa es la trampa: una deuda impagable que asegura la dependencia perpetua.
En este esquema, las diferencias ideológicas se diluyen hasta volverse un espejismo. La sociedad discute símbolos, gestos y discursos mientras las grandes decisiones —endeudamiento, apertura indiscriminada, ajuste estructural— se mantienen incuestionadas. Y detrás de los organismos, como última instancia, se alza el poder de una élite financiera transnacional: dinastías de banqueros y fondos de inversión que, mediante la usura y el control del crédito, mantienen de rehenes a Estados enteros.
La conclusión es inevitable: mientras sigamos aceptando el juego binario entre derecha e izquierda, seguiremos atrapados en una falsa disyuntiva. La verdadera frontera política no es entre colores partidarios, sino entre soberanía y sometimiento. Y esa frontera solo podrá cruzarse si el debate nacional se atreve, de una vez por todas, a poner en cuestión el dogma intocable de la deuda.
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