🥀 “Entre el goce reprimido y la urna vacía” y las ganas de mandar todo a la …

 

 


Freud escribió en 1930 El malestar en la cultura, donde advertía que la civilización es ese invento brillante y perverso que nos protege de la barbarie, pero al mismo tiempo nos condena a la frustración. Para que la vida en sociedad funcione, decía, hay que pagar un precio: reprimir los deseos, controlar los impulsos, aguantarse las ganas de mandar todo al demonio. El problema es que ese precio nunca se salda del todo. La cultura se convierte en un pacto de renuncias: seguridad a cambio de libertad, convivencia a cambio de represión, progreso a cambio de neurosis. Y la neurosis, ya sabemos, siempre pasa factura.

Si Freud hubiera vivido en Argentina, seguramente se habría ahorrado años de investigación: acá el malestar en la cultura se traduce directamente en el malestar en la política. Porque la política argentina se presenta, desde hace décadas, como ese “pacto civilizatorio” que promete orden, progreso y estabilidad, pero cuyo costo siempre recae en los mismos. ¿Qué significa en criollo? Que se nos pide aguantar, resignar, esperar. La ciudadanía debe “reprimir” sus demandas para que la macroeconomía cierre, para que el dólar se calme, para que el FMI no se enoje.

El resultado es una sociedad atravesada por una neurosis colectiva: la bronca contenida del trabajador que ya no llega a fin de mes, la frustración del joven que se va del país, la resignación del jubilado que hace cola para cobrar migajas. Todos ellos participan, sin saberlo, del gran experimento freudiano: vivir en una cultura que promete felicidad, pero que se sostiene sobre la renuncia masiva.

La política, en este escenario, funciona como el Superyó freudiano: esa voz que reprime, ordena, prohíbe y castiga. “No podés gastar en salud, hay que ajustar”. “No podés pedir aumento, generás inflación”. “No podés protestar, desestabilizás”. La política argentina se ha convertido en una maquinaria de renuncias colectivas, donde cada crisis exige más sacrificios, más paciencia, más resignación. Y, como en la teoría freudiana, cuanto más se reprime, más crece el malestar.

La consecuencia es visible: descreimiento, apatía, bronca. Votamos no tanto por ilusión, sino por obligación y hartazgo. Elegimos no al candidato que promete un futuro mejor, sino al que encarne la patada en la mesa. Y cuando esa patada se convierte en otro desencanto, volvemos al ciclo eterno del malestar.

Freud diagnosticó hace casi un siglo que la cultura nos enferma para salvarnos. En Argentina, la política cumple el mismo rol: se presenta como la cura, pero nos mantiene en estado crónico. El ciudadano argentino es el paciente en diván que, semana tras semana, cuenta su miseria, su ansiedad y su frustración, mientras el analista —es decir, la política— toma nota, cobra caro y promete que la próxima sesión será mejor.

La pregunta es la misma que Freud dejó abierta: ¿podemos alguna vez escapar al malestar? En Argentina, parece que la respuesta es tan esquiva como la estabilidad económica. O peor: quizá el malestar sea la única certeza que nunca defrauda.


 

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