El poder de un sermón

 

Cómo la CIA comprendió antes que nadie el valor político de la fe.

A fines de los años sesenta, América Latina estaba en ebullición. En fábricas, universidades y parroquias, se hablaba de justicia social y de derechos para los pobres. La Teología de la Liberación hacía que el Evangelio sonara peligrosamente parecido a un manifiesto socialista.

Desde Washington, la CIA observaba con inquietud a esos sacerdotes que apoyaban huelgas, criticaban al capitalismo y defendían a los oprimidos. En sus informes —hoy desclasificados—, la agencia concluyó que la Iglesia Católica ya no era garantía de orden, sino una fuerza de cambio.
Y el cambio, para ellos, siempre fue sinónimo de amenaza.

No podían callar a esos curas, pero sí podían neutralizar su influencia.
Así nació una estrategia que transformaría el mapa religioso del continente: impulsar iglesias evangélicas conservadoras, especialmente pentecostales. El objetivo era claro: sustituir la fe comunitaria por una fe individual.
Rezar, no organizarse.
Aceptar la pobreza, no cuestionarla.
Buscar salvación personal, no transformación social.

La táctica funcionó. Décadas más tarde, muchas de esas iglesias se consolidaron como estructuras políticas que respaldan proyectos neoliberales y conservadores. El ejemplo más visible es Brasil, donde los sermones se volvieron campañas, y la cruz, símbolo de obediencia al poder.

La conclusión es tan simple como incómoda:
no hay religión neutra. Cada palabra predicada tiene una dirección.
Y si alguna vez te repiten que “la religión y la política no se mezclan”, recordales esto:
la CIA lo supo antes que nadie.

Porque un sermón, cuando se dice con poder, puede moldear continentes enteros.

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