La democracia cansada fortalece la apatía
Las elecciones no sólo miden preferencias electorales: miden temperatura afectiva. Cada voto, o cada abstención, condensa una textura emocional del tiempo. En el pulso de una sociedad agotada, los números esconden una verdad más profunda: no estamos frente a una simple crisis de representación, sino ante un colapso del deseo político. El problema no es sólo quién gana, sino qué afectos sostienen —o ya no sostienen— la idea misma de lo común.
Hablar de “apatía política” suele funcionar como diagnóstico rápido, pero impreciso. Se la confunde con indiferencia o ignorancia, cuando en realidad es una forma de cansancio producido políticamente. Las emociones no son estados privados, sino estructuras que organizan nuestra relación con el mundo. Su noción de optimismo cruel describe con precisión el modo en que los sujetos permanecemos atados a promesas institucionales —como la democracia representativa o el progreso económico— que ya no pueden cumplir lo que prometen. Seguimos votando, opinando, esperando, incluso sabiendo que esa espera nos daña. Pero cuando el optimismo finalmente se quiebra, lo que queda no es la revuelta, sino el desánimo: un cansancio de seguir esperando.
La apatía, entonces, no es un fallo individual. Es el resultado afectivo de un sistema que exige esperanza sin ofrecer horizonte. Es una tecnología del poder que opera por desgaste: una economía emocional que precariza el deseo. Los afectos “se pegan”, circulan, moldean la forma en que los cuerpos se orientan en el mundo. Hoy, los discursos de la derecha no ganan por la fuerza de sus ideas, sino por su capacidad de captar y reorientar esas circulaciones afectivas. Donde hay miedo, ofrecen seguridad. Donde hay cansancio, ofrece mas sacrificio. Donde hay frustración, ofrecen esperanza. No proponen proyectos: ofrecen sensaciones. Y en un mundo afectivamente erosionado, eso basta.
La izquierda, en cambio, suele quedar atrapada en una pedagogía de la evidencia. Cree que los datos, los hechos o las cifras pueden disputar narrativas que son, ante todo, afectivas. Pero el poder simbólico —como enseñó Pierre Bourdieu— no reside en la verdad de lo que se dice, sino en la autoridad de quien lo enuncia y en el reconocimiento de quien lo escucha. El poder simbólico funciona cuando logra que los dominados reconozcan en el discurso del dominador una versión digna de sí mismos. Por eso los discursos del “ajuste moral” y la “austeridad responsable” son eficaces: no por su coherencia económica, sino porque convierten el sacrificio en virtud, la pérdida en mérito y la obediencia en redención.
El ajuste se volvió moral, y la renuncia, virtud. Lo que antes era explotación, hoy se nombra como responsabilidad. En ese desplazamiento semántico se juega una transformación afectiva: se reconfigura el sentido común como un campo emocional. Y así, lo político deja de ser deliberación para volverse ritual. Las campañas electorales ya no apelan a la razón, sino a la communitas afectiva —esa experiencia de comunión suspende momentáneamente las jerarquías para reafirmar la pertenencia al grupo—. Se trata, en palabras de Bourdieu, de un “rito de institución”: una ceremonia simbólica que confirma quiénes somos, quiénes pertenecen y quiénes deben quedar afuera.
La mentira, en ese contexto, tiene una estructura ritual. No busca convencer, sino ofrecer refugio. En tiempos de desamparo, el relato falso abriga mejor que la verdad solitaria. Quien miente eficazmente no promete hechos, promete amparo. Y en sociedades donde el vínculo social está desgastado, ese amparo emocional vale más que cualquier programa político. La derecha contemporánea entendió que la verdad puede fallar, pero el relato que abriga nunca pierde eficacia.
Este desplazamiento del discurso hacia el afecto configura lo que podríamos llamar una política de la fatiga. Deleuze ya había advertido, en su lectura de Spinoza, que los cuerpos no se definen por lo que son, sino por lo que pueden. Un cuerpo cansado es un cuerpo cuya potencia de actuar ha sido disminuida. El neoliberalismo —esa máquina ontológica del agotamiento— no necesita reprimir ni censurar: le basta con agotar. Nos mantiene en la ambigüedad de la productividad y la impotencia, del movimiento y la parálisis. Deleuze y Guattari llamaron a eso la axiomática del capital: un sistema que captura todo deseo y lo reinyecta como mercancía. Hoy, la política se organiza del mismo modo: captura el malestar y lo devuelve como eslogan.
La apatía, entonces, no es ausencia de deseo, sino deseo domesticado. Un deseo reducido a su mínima expresión: el deseo de no desear. Es el resultado de una pedagogía afectiva que convierte la desilusión en normalidad y el cinismo en autodefensa. No es casual que las campañas repitan la idea de que “todos son iguales” o que “la política no sirve”. Esa desafección no amenaza al poder: lo consolida. En una democracia fatigada, la indiferencia es la forma más sofisticada de control.
Pero lo que está en juego no es sólo la eficacia electoral. Es el tipo de sensibilidad que define nuestro vínculo con lo común. Las emociones son políticas porque trazan los contornos de los cuerpos: nos acercan o nos alejan, nos agrupan o nos dispersan. En la actualidad, esos contornos están modelados por el miedo y la precariedad. El miedo produce fronteras afectivas: marca quién merece protección y quién amenaza el orden. La precariedad, por su parte, individualiza: nos vuelve competidores en lugar de aliados. Entre ambos, configuran una topología emocional del presente donde la soledad se naturaliza y el deseo de comunidad se reprime.
Por eso la pregunta no es por qué nos mienten, sino por qué, aun sabiendo que mienten, elegimos creerles. La respuesta no es moral: es estructural. Creer es una forma de sostener sentido en un mundo que se desarma. Creer en un líder, en una consigna, en un enemigo, es una manera de restituir el orden simbólico cuando todo lo demás se ha vuelto incierto. En ese gesto se confirma que la política ya no se juega sólo en el terreno de las ideas, sino en el de los afectos.
Frente a esta realidad, la tarea no es “recuperar la racionalidad” del debate público —fantasma ilustrado que solo beneficia a quienes administran la razón como propiedad privada—, sino repolitizar el deseo. Reapropiarnos del lenguaje de los afectos para construir otros modos de sentir en común. Volver a vincular la política con la ternura, con la rabia justa, con la esperanza no ingenua.
Eso exige pensar una ética del deseo que no se confunda con la euforia ni con el consumo emocional. Como sugiere Deleuze, desear no es querer algo, es producir mundo. Es abrir espacio a lo posible. Repolitizar el deseo significa volver a sentir la democracia como una experiencia compartida, no como un trámite. Volver a pensar el voto no como un gesto de delegación, sino como una práctica mínima de cuidado colectivo.
Porque la democracia no muere de un golpe, se vacía lentamente, del mismo modo en que se extingue una llama: cuando dejamos de alimentarla. No se derrumba: se desvanece en la indiferencia. Y frente a esa erosión lenta, quizás lo urgente no sea “defender” la democracia, sino reencantarla. Volver a hacerla deseable.
Como toda forma de vida, la democracia no sobrevive sólo por sus instituciones, sino por los mitos que la sostienen. Y esos mitos hoy están rotos. Necesitamos nuevos rituales de lo común, nuevas ficciones del nosotros, nuevos imaginarios que vuelvan a hacer del vínculo político algo habitable. No se trata de volver al consenso, sino de reinventar el conflicto como espacio de creación colectiva.
El desafío no es vencer la apatía, sino entenderla como síntoma. No es que el pueblo haya dejado de sentir; es que el poder le robó la posibilidad de desear otra cosa. Y recuperar esa posibilidad —ese pequeño temblor que todavía insiste en cada gesto de resistencia— es, quizás, la forma más radical de volver a hacer política.

Comentarios
Publicar un comentario