Sonríe, estás siendo grabado

 

La vigilancia —o mejor dicho, la autovigilancia— es uno de los mayores triunfos del capitalismo contemporáneo. Ha logrado transformar el control en un bien deseable, en un gesto voluntario, en una costumbre. Ya no se trata de un poder que reprime o castiga, sino de un poder que modela conductas.

Vivimos dentro de un sistema que permite mirar a todos sin ser visto. Nadie sabe con certeza si está siendo observado, pero la simple presencia de una cámara, o un cartel que advierte “Sonríe, estás siendo grabado”, basta para modificar el comportamiento. Así, la vigilancia se interioriza, y el control deja de ser impuesto desde afuera para operar desde adentro.

Esa es la lógica del panóptico digital, heredero del modelo descrito por Foucault: un mecanismo que produce sujetos dóciles y obedientes, no por coerción, sino por convicción. Nos enseñaron a mirar la cámara con naturalidad, incluso con simpatía. Creemos que nos protege, cuando en realidad nos domestica.

Cada clic, cada publicación, cada consentimiento que damos activa voluntariamente el sistema de vigilancia. Y lo más inquietante es que ya no lo sentimos como vigilancia, sino como parte de la vida cotidiana. El poder no necesita imponerse: somos nosotros quienes lo sostenemos.

Cuanto más se naturaliza la vigilancia, más difícil se vuelve resistirse a ella. Y cuando el control se disfraza de libertad, ya no hay necesidad de cadenas.

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