Todo es fascismo: la vida bajo hegemonías que ya no necesitan uniforme

 


 


Todo es fascismo: la vida bajo hegemonías que ya no necesitan uniforme

Hay épocas en las que los conceptos políticos se vuelven tan elásticos que parecen perder sentido. Y sin embargo, en esta época ocurre lo contrario: las palabras vuelven a endurecerse. Fascismo, por ejemplo. Un término que la corrección política nos pidió jubilar, limpiar, relativizar, como si solo nombrara a las camisas negras, a un bigote corto y a un gesto marcial. Pero no. El fascismo no necesita marchas; a veces solo necesita modas. Y la eugenesia volvió a estar de moda. No la eugenesia de laboratorio con bata y bisturí, sino esa más barata, más cotidiana, más eficiente: la del "sálvese quien pueda", la del abandono de los cuerpos vulnerables en nombre de la libertad del más fuerte. Ese clima moral es fascismo. Aunque venga disfrazado de derecho individual.

Por eso, decir que “todo es fascismo” no es exageración, es diagnóstico. Y empezar por ahí es indispensable para no seguir masticando la fantasía de que el problema se llama solamente Milei, de que el monstruo tiene nombre, apellido y peluca. Milei es un síntoma, sí. Es un problema también. Pero si toda la política está infectada y si las formas de vida que reproducimos a diario no generan ninguna diferencia con la hegemonía, entonces el problema es más profundo que cualquier presidente. Y más grave.

1. El fascismo como clima: la eugenesia en su versión low-cost

Lo nuevo del fascismo contemporáneo no es su violencia, sino su naturalización. Cuando un Estado, una clase política o un conjunto de ciudadanos consideran aceptable que haya vidas descartables —las enfermas, las pobres, las improductivas—, estamos frente a una forma de eugenesia. No hace falta un Mengele con jeringa. Basta un funcionario que te diga que no va a cubrir tu medicación porque “tu vida de enferma crónica se tiene que terminar ahora”. Basta un discurso que declara la salud como un privilegio, no como un derecho. Basta un algoritmo que decide qué vidas merecen atención y cuáles no.

El fascismo actual no necesita campos: se las arregla con formularios, protocolos y recortes. Y la gente, creyendo que defiende su libertad, termina defendiendo su propia exclusión. 

2. Milei no es el agujero: es la grieta por la que vemos que abajo ya estaba podrido

Para quienes creen que todo el mal pasa por Milei, el cuento será cómodo, pero es falso. Porque antes de Milei, y debajo de él, hay una clase política que hace décadas precariza cuerpos, deseos y futuros. Y todavía más abajo está la parte más difícil de mirar: nuestras propias formas de vida.

La tesis es incómoda pero certera: queremos vivir como vive la hegemonía. Nos indignamos de manera estética, lloramos en hashtags, gritamos en redes, pero nuestros modos de consumo, de trabajo, de ocio, de relación, no difieren en nada de aquello que denostamos y decimos combatir. En ese espejo se ve el fracaso: no hay distancia. Y donde no hay distancia, tampoco hay minorías.



3. La “minoría” no como identidad, sino como distancia

Nos encantan las etiquetas. Nos convencimos de que ser minoría era una cuestión de número o de identidad: queer, migrante, disidente, periférico, oposición, lo que sea. Pero minoría, en serio, no es un adjetivo. Minoría es práctica: es vivir de otro modo, a contracorriente de las formas dominantes de producción, deseo y tiempo.

Hoy, sin embargo, la mayoría de quienes se autoperciben antihegemónicos replican exactamente los modos de vida hegemónicos. Piensan igual que la mayoría, consumen lo mismo que la mayoría, buscan reconocimiento en los mismos lugares, desean los mismos objetos, miden éxito con las mismas métricas. No hay distancia. Y sin distancia, no hay minoría. Lo demás es pose para la foto.

4. Movimientos sociales: sonambulismo y alegrías compensatorias

 Movimientos sociales que caminan, marchan, se sacan fotos, escriben manifiestos… pero duermen como sonámbulos. Dormidos porque hace décadas no producen una sola práctica que cuestione realmente la lógica dominante. Lo que sí producen es una cadena interminable de alegrías compensatorias: pequeños premios, pequeños likes, pequeñas celebraciones que alivian, pero no transforman nada.

Esas alegrías funcionan como las “recompensas” que el capitalismo reparte para que nadie destruya lo que lo descompone. Un subidón, un impulso, un premio simbólico. Pero no son alegría verdadera. La alegría verdadera —diría Spinoza leído por Deleuze— es la que permite destruir aquello que te oprime. Eso desapareció.

Hoy, mostrar algo que no implique explotación humana, animal o ambiental es imposible. Todo lo que hacemos es parte de una gran cadena de daño estructural. Entonces las alegrías compensatorias son el analgésico del sistema para que aceptemos su enfermedad.

5. Recordar el 2001 y repasar la revolución que no pudo ser.

Nunca se pudo reivindicar el 2001 no como trauma, sino como fiesta política, no porque fuera alegre, sino porque fue vital. Porque las asambleas barriales, las ferias del trueque, los clubes de intercambio, la creatividad comunitaria, la ruptura espontánea de lo dado, fueron experiencias de libertad colectiva que duraron lo que duró el caos, sí, pero fueron reales.

El poder aprendió la lección: imprimió un recuerdo para que nadie quiera volver a ese momento. Lo convirtió en pesadilla. Nos disciplinó emocionalmente. Nos enseñó a temer a la única experiencia reciente donde se rompió la hegemonía de forma masiva, donde hasta jubiladas como Norma Pla se enfrentaron a los bancos y a la policía, donde Kosteki y Santillán simbolizaron una solidaridad que hoy sería impensable: un pibe protegiendo a otro con su cuerpo.

Ese gesto hoy parece ciencia ficción. Y esa imposibilidad no es casualidad: es triunfo cultural del poder.

6. Dignidad en la muerte: morir luchando en vez de trabajar hasta desintegrarse

Hay una frase brutal: “Uno se puede morir defendiéndose, no trabajando hasta el final”. Lo que ahí se denuncia es el cinismo del sistema que te exige dignidad laboral hasta el último respiro. Un planeta que no puede enfriarse, un futuro que ya está vendido, y sin embargo la obediencia moral es trabajar hasta la muerte. Esa es una muerte mediocre.

La dignidad, en cambio, estaría en morir luchando por algo más que la productividad: por el otro, por un mundo más vivible, aunque sepamos que no llegaremos a verlo. Esa idea pone en evidencia lo que la hegemonía nos quitó: una forma noble de morir.

7. Las olimpiadas de la opresión y el bingo de los privilegios

El progresismo también tiene su cinismo. Le encanta competir por quién es más oprimido, por quién tiene más heridas simbólicas que mostrar. Pero nadie quiere admitir los privilegios que tiene. Nadie dice el número que le tocó en el bingo de los privilegios. Entonces la crítica queda vaciada, convertida en espectáculo moral.

8. Conclusión: comportarse como cheto en remera de minoría

 Muchos  que se autoperciben minorías se comportan igual que cualquier cheto promedio. En prácticas, consumos, discursos, competitividad, deseos. Por eso la palabra minoría ya no significa nada. Y por eso, en el panorama actual, todo es fascismo: no como régimen, sino como clima vital. El fascismo es la hegemonía que nadie cuestiona porque todos viven como ella.

No queda distancia. Y sin distancia, no queda política. Solo queda repetición.

Todo es fascismo. Pero identificarlo es el primer paso para abrir una grieta —pequeña pero real— desde donde inventar otra forma de vida.


 

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