EL MILAGRO DE SPINOZA



Hay ideas que no te dejan dormir. Te rodean, te insisten, te tironean de la conciencia hasta que finalmente las entendés… o dejan de soltarte. Eso me pasó estos días con Spinoza. Durante años repetí —como tantas personas— esas frases heredadas, gastadas, dulzonas: “Es un milagro”, “Que se haga tu voluntad”, “Lo dejo en tus manos”, “Ayúdame, Señor”. Y no voy a mentir: alguna vez me sirvieron, o eso creí. Me daban una sensación de precario alivio, un respiro momentáneo ante el caos. Pero un día pude entender lo que decía Spinoza y todo se quebró. No para destruir mi fe, sino para arrancarle el miedo.

Porque esa es la verdad incómoda: mi fe estaba llena de miedo. Miedo a equivocarme, miedo a que un Dios externo me castigara, miedo a no estar a la altura de una voluntad misteriosa. Spinoza vino a poner dinamita ahí. Y aunque al principio resistí —porque nadie suelta fácilmente un consuelo aprendido— la idea terminó abriéndose paso: Dios no es un ser separado. Dios es la naturaleza misma. La sustancia infinita. Y yo soy una expresión viva de esa sustancia.

Ese descubrimiento fulminó mi sistema de creencias. No por místico, sino por concreto. Porque si no estoy separado de Dios, si no hay un “allá arriba” esperando que yo le ruegue, entonces pedir deja de tener sentido. Ya no suplico. Ya no negocio con un poder externo. Ya no espero un milagro como quien espera que le toquen la puerta con la solución envuelta en celofán.

Comprendo. Actúo. Me alineo.

Eso es orar para Spinoza: no una súplica, sino un reordenamiento interno. Una mente que se aclara, una emoción que se purifica, una acción que encuentra coherencia. Milagro no es que algo externo rompa las leyes del mundo para favorecerme; milagro es cuando yo dejo de autoengañarme. Milagro es coherencia.

Y ahí todo cambia. Ya no digo “Dios, haz esto por mí”. Digo: “Muéstrame la verdad para que yo actúe según ella.” Ya no digo “Que se haga tu voluntad”, porque entendí que la voluntad de Dios no es una orden caprichosa, sino las leyes eternas de la naturaleza que también operan en mí. Y ya no digo “Lo dejo en tus manos”, porque él —ese Dios que no está afuera sino que se despliega en cada forma de existencia— ya puso algo en las mías: mi poder de pensar, de comprender, de transformar.

Spinoza me obligó a mirar de frente algo que siempre estuvo ahí: Dios no me salva desde afuera. Yo me salvo cuando entiendo cómo funciono por dentro. Y ese entendimiento no es soberbia, es responsabilidad. Es asumir que pedir ayuda a Dios es, en realidad, pedir claridad para poder actuar.

Hoy, cuando “oro”, lo que hago es alinearme. No con dogmas, no con fantasías, no con miedos: con la naturaleza que soy. Con la inteligencia que me fue dada al existir. Con la capacidad —incómoda pero liberadora— de transformar mi vida desde adentro.

Eso, para mí, es el verdadero acto de fe. Y también el primer gesto de libertad.


 

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