LA VERDADERA BATALLA CULTURAL

 


La batalla cultural no es una consigna vacía ni una moda pasajera. Tampoco es una discusión reservada a especialistas, intelectuales o políticos. La batalla cultural ocurre todos los días, en la cocina de una casa, en una charla entre amigos, en el aula, en la televisión, en las redes sociales y, sobre todo, en nuestra cabeza. Es la lucha por definir qué ideas consideramos normales, cuáles repetimos sin pensar y cuáles descartamos automáticamente, como si fueran absurdas o peligrosas. En otras palabras, es una pelea por el sentido común.

Para entenderlo mejor, pensemos en algo simple. Cuando alguien dice “así son las cosas”, suele dar por cerrado cualquier debate. Esa frase funciona como una muralla. No invita a pensar, invita a aceptar. La batalla cultural busca exactamente eso: que ciertas explicaciones del mundo se vuelvan tan obvias que ya no parezcan explicaciones, sino hechos naturales. Y cuando algo se naturaliza, deja de cuestionarse.

Un ejemplo cotidiano: una persona escucha en la radio que “si alguien es pobre es porque no se esforzó lo suficiente”. Tal vez no esté completamente de acuerdo, pero tampoco lo discute. Esa idea se repite tanto, en tantos lugares, que termina instalándose como una verdad posible, razonable, incluso justa. Sin embargo, esa persona no inventó esa explicación. No nació de su experiencia directa. Es un marco prefabricado que circula desde hace años y que tiene una función clara: ocultar las causas estructurales de la desigualdad y trasladar la responsabilidad al individuo. Si sos pobre, el problema sos vos. El sistema queda limpio.

Algo parecido ocurre con ciertas palabras que empiezan a generar incomodidad. Cuando una mujer dice “yo soy feminista, pero…”, ese “pero” no es casual. No surge de la nada. Es el resultado de un desgaste cultural prolongado que logró deformar el significado del feminismo hasta convertirlo en algo exagerado, conflictivo o ridículo. Muchas personas no rechazan el contenido de la lucha feminista, rechazan la palabra. Ahí hay una victoria narrativa: se desacredita el término para neutralizar la causa.

La batalla cultural también se ve con claridad en el mundo del trabajo. Pensemos en un trabajador o trabajadora que apoya políticas que reducen salarios, recortan derechos o facilitan despidos. Desde afuera, alguien podría decir: “eso es irracional”. Pero no lo es. Lo que hay ahí es el triunfo de una narrativa que logró presentar un perjuicio como una promesa. Se dice que hay que “ajustar ahora para crecer después”, que “el sacrificio es necesario”, que “no hay otra opción”. El daño se disfraza de futuro. El presente duele, pero se promete una recompensa que casi nunca llega.

Esta lógica se repite una y otra vez: primero se cambia el lenguaje, después el comportamiento. A la desigualdad se la llama meritocracia, como si todos partiéramos del mismo lugar. A los despidos se los llama flexibilidad, como si perder el trabajo fuera una oportunidad. A los recortes se los llama sinceramiento, como si antes hubiéramos vivido una mentira. Y a la violencia económica se la llama libertad, como si la ausencia de protección fuera una conquista. Cambiás la etiqueta y el veneno pasa como si fuera agua.

Un ejemplo sencillo: cuando suben los precios y alguien dice “el mercado se está acomodando”, la frase suena técnica, casi neutral. No habla de personas que no llegan a fin de mes, habla de números que se ordenan solos. El lenguaje borra el conflicto, borra a los sujetos, borra el dolor. Y cuando el lenguaje borra, el poder avanza sin resistencia.

La eficacia de la batalla cultural no está en convencer a todos, sino en cansar. Cansar de discutir, cansar de explicar, cansar de defender palabras, ideas y derechos. Con el tiempo, muchas personas dejan de debatir no porque hayan cambiado de opinión, sino porque sienten que no vale la pena. Ese desgaste es clave. Cuando la discusión desaparece, lo que queda parece natural.

Pero la batalla cultural no solo opera desde arriba, desde los medios o las instituciones. También se reproduce en conversaciones comunes. Cuando alguien dice “los políticos son todos iguales”, clausura cualquier posibilidad de imaginar algo distinto. Cuando se afirma “siempre fue así”, se cancela el cambio. Cuando se repite “no te metas”, se protege el orden existente. El poder tiene éxito cuando logra que la gente se autocensure, se autocorrija y se discipline sin necesidad de fuerza.

La buena noticia es que entender este mecanismo cambia el lugar desde el que miramos el mundo. Cuando comprendemos que muchas de las ideas que repetimos no son propias, sino heredadas, instaladas y reforzadas, dejamos de ser meros espectadores. Empezamos a notar las trampas del lenguaje, las palabras maquilladas, las promesas vacías. Y esa toma de conciencia es profundamente incómoda, pero también liberadora.

Empezamos a preguntarnos por qué ciertas palabras generan rechazo inmediato. Por qué algunas explicaciones parecen obvias. Por qué defendemos cosas que nos perjudican. Por qué sentimos culpa cuando reclamamos derechos. Por qué el éxito individual se celebra incluso cuando se construye sobre el fracaso colectivo. Cada una de esas preguntas abre una grieta en el sentido común dominante.

La batalla cultural no se gana de una vez y para siempre. Es un proceso permanente. El poder necesita renovar sus relatos, adaptar su lenguaje, actualizar sus promesas. Y quienes quieren disputar ese poder necesitan hacer lo mismo: contar otras historias, recuperar palabras, crear nuevos sentidos. No se trata solo de denunciar, sino de explicar, de acercar, de traducir ideas complejas a la vida cotidiana.

Tal vez el mayor triunfo del poder en estos tiempos no sea imponer una verdad absoluta, sino lograr que dejemos de hacernos preguntas. Por eso, el primer gesto de resistencia no es tener todas las respuestas, sino animarse a dudar. Dudar de lo que parece normal. Dudar de lo que se presenta como inevitable. Dudar de las palabras bonitas que esconden realidades duras.

Entonces, la pregunta final no es solo qué ideas creemos, sino por qué las creemos. Qué historias nos contaron tantas veces que ya no las reconocemos como historias, sino como hechos. Y, sobre todo, si estamos dispuestos a volver a pensar aquello que nos enseñaron a no cuestionar. Porque quizá ahí, en esa incomodidad, empiece otra forma de mirar el mundo.


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