EL MILAGRO DE SPINOZA
Hay ideas que no te dejan dormir. Te rodean, te insisten, te tironean de la conciencia hasta que finalmente las entendés… o dejan de soltarte. Eso me pasó estos días con Spinoza. Durante años repetí —como tantas personas— esas frases heredadas, gastadas, dulzonas: “Es un milagro”, “Que se haga tu voluntad”, “Lo dejo en tus manos”, “Ayúdame, Señor”. Y no voy a mentir: alguna vez me sirvieron, o eso creí. Me daban una sensación de precario alivio, un respiro momentáneo ante el caos. Pero un día pude entender lo que decía Spinoza y todo se quebró. No para destruir mi fe, sino para arrancarle el miedo. Porque esa es la verdad incómoda: mi fe estaba llena de miedo. Miedo a equivocarme, miedo a que un Dios externo me castigara, miedo a no estar a la altura de una voluntad misteriosa. Spinoza vino a poner dinamita ahí. Y aunque al principio resistí —porque nadie suelta fácilmente un consuelo aprendido— la idea terminó abriéndose paso: Dios no es un ser separado. Dios es la naturaleza misma. L...